sábado, 25 de marzo de 2017

TRES MAS UNA maneras de leer

EXISTE una forma noble de abrir un libro, otra de oficio y una tercera, digamos, técnica (la palabra "instrumental", usada aquí, me parece innecesariamente sincera, dadas las circunstancias). Una más hay, de la que me ocupo al final.
  • LA MANERA NOBLE DE LEER es la ejercida por todos nosotros desde nuestra cándida o sabida o caótica o proterva o lo que sea adolescencia. Su finalidad única es pasar el rato; esto puede decirse de más sutiles, profundas, ampulosas, cursis o todo a la vez maneras, pero nadie abre un libro noblemente sin tomarlo por lo que es: una puerta a otro mundo adonde que no hay mejor modo de acceder. 
    Gran público, se nos llama. Sin embargo, existen muchos grandes públicos: el de Don Brown, el de Coelho, de Saramago, de Cortázar, Pessoa, Joyce, Proust...; en cuanto a gran público, la diferencia es nula. Y no, lector desocupado, lo tuyo no es diferente, tú no buscas otra cosa, tú no lees para profundizar en nada, créeme. Pero hay algo que nos une a todos como grandes públicos y por eso llamo "noble" a esta manera de leer: el libro que abrimos es un mero punto de partida; no buscamos entender al que lo ha escrito ni al mundo, no buscamos nada de nada: leer es un fin en sí mismo.
  • LA LECTURA DE OFICIO. Investigadores, profesores, críticos y familia. Leen hasta el agotamiento porque es su obligación profesional, con el fin de estrujar la obra (con su autor, su momento, sus ediciones y todotodotodo lo demás). 
    La lectura minuciosa es su medio y la obra su fin, en sí misma. Por supuesto, estos galeotes pueden ejercer además la lectura noble, pero se trata de otras personas en los mismos cuerpos y, además, la deformación profesional les estorba hasta la asfixia, como a un médico forense puede hacérsele difícil apreciar la belleza de los cuerpos.
  • LA LECTURA, DIGAMOS, TÉCNICA. Innoble, herética, canallesca, vil: la de los escritores, que  leen para aprender. Buscan el truco que les resuelve el problema, el error que hay que evitar, la frase que plagiarán. En literatura, lo que no es imitación es plagio; en literatura, el robo sólo es delito si no va acompañado de asesinato. Pues vale. 
    Consuela pensar que todos lo han hecho, que de esta guerra de todos contra todos, de esta cadena de escaramuzas, emboscadas y golpes de mano ha nacido la Historia de la Literatura, con mayúsculas, gracias a la cual los lectores nobles podemos entretenernos noblemente... sabiendo de antemano que lo que leemos ha pasado todos los controles sanitarios.
  • Y OTRA MANERA DE LEER. A lo largo de mi vida apenas he terminado cien libros, pero he leído muchos más. La frase ha sido atribuída indiscriminadamente y la cito de memoria, pero refiere una práctica extendida. Y sabia. Es legítimo saltarse páginas (Pennac y -notoriamente- Derrida, por no hablar de Menéndez Pelayo); entonces, ¿por qué no pueden ser saltadas también las últimas? ¿porque "saltarse" implica que luego hay más? Detalles enfadosos. Si el final se ve venir, si al escriba se le han agotado los recursos, si notamos que no nos interesa ni nos intriga ni nos divierte ¿seguiremos? La vida es corta, che.
Ibn Battuta El Tangerino redactó en el siglo XIV un bendito, alabado e indigesto libro de viajes cuyo editor en castellano intituló A través del Islam; indigesto aunque interesante y hasta muy interesante de vez en cuando, y de vez en cuando hay que zambullirse en él como un cormorán. Con el Viaje a La Meca y lo demás de Burton, lo pispo. Pero de leerse tanto uno como otro de cabo a rabo, nada.  Sólo hace dos años -con vergonzante ocasión y una recaída en la manía del "hay que leer a"- me leí ordenadamente, de la primera página a la última, Cien años de soledad para descubrir que ya me había leido cien veces sus mejores, sus mediocres y sus peores páginas abriéndolo al azar durante años. Nada digamos de Rayuela. El Ulises me lo engullí cuando yo creía que "había" que leerse el Ulises, con este resultado: Joyce nevermore hasta que la traducción de Dublineses por Cabrera Infante me hizo reafirmarme en la postura de éste que lo es.  
    

domingo, 18 de diciembre de 2016

Terceras dimensiones

Beber un orujo o similares a las cinco de la madrugada es algo que puede obedecer a dos motivos opuestos: se trata de la espuela para antes de irse a la cama y dormir hasta la hora de comer o, al contrario, sirve para que la maquinaria entre en calor justo antes de arrancar una jornada laboral que no terminará hasta ocho, diez o doce horas más tarde, según países, tiempos y legislaciones.
De la primera acepción - la de los señoritos calaveras aquí llamados, en otros sitios se les llamará de otra manera- se ha ocupado hasta la náusea la Generación Perdida, pongo por caso. De la gente perteneciente a la segunda acepción -los parias de la Tierra- no se han ocupado tantos. Por desinterés, por desconocimiento del tema o incluso de la existencia del tema.
  • LA LLAMADA DE LA SELVA. A London no lo llamaba la selva ni la soledad ni el peligro. Lo llamaba el trabajo: buscar un trabajo, escapar de un trabajo, cambiar de trabajo y, en fin, ganarse la vida con un trabajo. Acabó ganándose la vida escribiendo cada vez peor: cuanto peor escribía, más vendía. No está mal.
    Para London, el mar es la masa de agua que está al otro lado de la borda: extenso, profundo, peligroso. Nos cuenta (insuperablemente) historias de hombres que trabajan hasta la extenuación al borde del abismo, para los que un bosque es un desierto arbolado donde si te tuerces un tobillo, adiós, donde los perros del trineo se vuelven lobos en cuanto tienen hambre y también adiós. Y las islas del Pacífico son infiernos achicharrados donde acabarás muy mal al menor descuido. Los hombres matan y mueren en esas desolaciones y tales cosas sólo son hechos.
  • EL ALEMÁN MUERTO. Tal vez Traven no era alemán, él no se consideraba de ningún sitio en particular. En un momento dado recaló en Ciudad de Méjico y allí respiró tranquilo, por fin. Se le publicaba en todas partes y sus libros se vendían bien, por lo visto.
    A él ni se le conocía ni se le compraba. También sus historias eran de gente perdida en medio del agotamiento, tampoco él amaba especialmente la vida al aire libre. Las montañas de Sierra Madre son polvaredas, piedras, hambre y codicia. Todo ello deslumbrante para el que lee arrellanado en un sillón, a salvo de la insolación y los zopilotes.
  • LA FILOSOFÍA LO MATÓ. Mientras Melville se ciñó a contar su vida de vagabundo le fue bien: fama y dinero. Pero un día pensó que la realidad por sí misma no bastaba, que había que salsearla un poco para darle el toque de especias que pedía e hizo que el último mono de la tripulación de un ballenero no se limitase a contar la vida a bordo y las cosas que hacían con el mondongo de los cetáceos, porque no quería escribir sólo para el entretenimiento de sus lectores, sino ambicionaba ser apreciado como artista por la gentecilla que sabe de estas cosas. Lo consiguió, claro, pero bastante después de muerto.
Etecétera, etecétera, etecétera. Twain, Carver, Dickens, Sherwood Anderson. Todos gente que no disfrutó de una infancia segura ni de una adolescencia ociosa, condiciones ambas indispensables para que se forme el poso o mantillo donde fructifiquen las lecturas, por pocas y superficiales e ineptas que sean. Si hasta la mayoría de edad no comes caliente tres veces al día, difícilmente encontrarás epítetos sonoros para tu prosa, difícilmente emularás con éxito a Nabokov, Mann, Borges, Fitzgerald, difícilmente creerás o dejarás de creer en la condición humana. Ni sueñes con el Nóbel. London, Traven, Melville y los demás devoraron a lo largo de sus perras vidas bibliotecas enteras, pero habían dejado demasiado pronto de comer caliente, les tocó pasarse sus mejores años pasando fatigas y tuvieron que conformarse con acumular lecturas y poner cara de listo en las fotografías (Traven no); por eso no tuvieron tiempo de ponerse enfermos de literatura y se quedaron con tan sólo la realidad entre las manos, la realidad de tres dimensiones, pura y dura realidad. Sólo gracias a esta informe legión nos es dado leer sobre esa tercera dimensión. 

domingo, 20 de noviembre de 2016

DEL SERVICIO DE TÉ AL DIÁLOGO DE BORRACHOS (a renglón seguido)

Proust no es aburrido, es agotador. Dudé si incluirlo en la entrada anterior o no; al final no entró porque no lo había yo releído (y redactar aquélla me recordó la deuda), y en este momento apenas avanzo por el camino de Swann. 
La frase que encabeza esta otra entrada requiere de una explicación suficiente ("una satisfacción", en términos duelísticos): nada de lo que escribe Proust aburre, nada puede no cambiarte (cada página te cambia, para bien o para mal) la manera de observar, pero pasarlas es como leer con una toalla empapada cubriéndote la cabeza: te falta el aire. Curiosamente, Proust era asmático. Sus curvilíneas frases interminablemente llenas de meandros amazónicos y de incisos e incisos de incisos no podrían ser leídas en voz alta por nadie que no fuera campeón mundial de buceo con apnea o como sea que se diga. Ya. Y, sin embargo, Proust debe (repito, debe; subrayo, debe) ser leído con disciplina por quien pretenda aprender algo sobre estas cosas. Su mundo muere (si es que alguna vez existió) cuando abandonas su lectura, como muere (si es que, igualmente, existió alguna vez) el mundo pastoril de las (hoy) infumables novelas del ramo de Sannazaro. Muere también (y a eso voy) el mundo de los borrachos brillantes cuando cierras algo de Hemingway (Islas a la deriva), de Fitzgerald (Gatsby) o de Cabrera Infante (Tres tristes tigres). 
Hoy me quedo con Cabrera Infante, que (contradiciendo a las lenguas bífidas) no escribía como Hemingway, sino como Hemingway podría haber escrito si hubiese sido cubano. Hace poco leí (no releí) un cuento de Cabrera cuyo nombre ahora mismo no me viene a la cabeza (tiene algo que ver con el ekué, creo); hay mucho de bueno en él, y lo mejor de todo son sus diálogos de borrachos, siempre brillantes, citadores, literatos, creadores de juegos de palabras en medio de tremenda curda. 
Descubrí en tales páginas que el diálogo de borrachos es un género; un microgénero, bueno, un género poco frecuentado, sí, pero un género tan genérico como el diálogo de pastores que hacía las delicias de l@s lector@s de hace cuatrocientos años. Como tal género, tiene sus convenciones: la madrugada, el verano, las novias y/o las desgarradas mujeres de bandera, que vienen y van sin interrumpir el hilo de la conversadera (no hay diálogos de borrachas), etcétera. Y esta otra convención, además: la brillantez. Cuesta inventarlos, y hay que inventarlos de cabo a rabo, nada de reproducir una borrachera real: la posibilidad de que dos o más personas con talento para la conversación coincidan una madrugada en el mismo local y el mismo estado de pedo lúcido no es remota (quiero decir que no es ésa la palabra, la empleo porque ahora mismo no encuentro otra mejor); que, además, la nocturnidad no los disperse es literatura. 

Y sin embargo, lo que llamamos verdad sale de todo esto: el tiempo perdido sale de todo esto, la Arcadia sale de todo esto, la tigreza de los tistres sale de todo esto. Brindemos por todo esto.


jueves, 20 de octubre de 2016

Dios escribió la Biblia y ya

  1. Dante escribió La divina comedia y ya. Fernando de Rojas escribió La Celestina y ya. Proust escribió En busca del tiempo perdido y ya. Juan Rulfo Pedro Páramo y ya. Emily Bronte, Flaubert, Pasternak, Lampedusa: dijeron todo lo que tenían que decir y a otra cosa. Luego están los que no llegaron nunca a decir lo que querían y escribieron sin parar toda su vida (Balzac) los que tal vez no querían decir nada en concreto (Faulkner), los que no tenían nada que decir pero siguieron escribiendo igual (legión). Asombra que alguien haya escrito una novela de éxito inmediato y haya tenido el valor de no seguir escribiendo, la inteligencia de aceptar que no va a escribir nada mejor, el sentido común de retirarse a tiempo, la honestidad de desaparecer. Hay otra cosa que asombra, al menos a mí me asombra: ¿cuándo dijeron "esto ya está"? ¿En qué momento pensó Dante "era esto" y decidió ponerle punto final?
  2.  LOS HÉROES ANÓNIMOS. Y tan anónimos: escribieron la novela de su vida, la consiguieron publicar y ha pasado absolutamente desapercibida hasta el día de hoy a través de las décadas o los siglos.
    Algunos murieron desesperados (Toole) sin saber que aquel fracaso iba a acabar en el superventas que le sacaría del anonimato, otros murieron sin más, algunos acabaron sus días con la convicción de que antes o después la Crítica les haría justicia, la cual consistiría en el reconocimiento universal de su genio. Ese es el espíritu. Póngame usted de eso.
  3. ¿Y QUÉ MÁS DA? Sí. ¿No habíamos quedado en que el éxito literario no tiene nada que ver con la calidad de lo que se escribe? ¿No habíamos quedado en que (Rilke) la coincidencia entre el artista y el crítico sólo puede ser una casualidad? ¿No habíamos dicho y repetido que se escribe para librarse de algo, para apaciguar a tus demonios, para espantar a tus fantasmas? ¿Pues entonces?
  4. Entonces existe el ESCRITOR MIMOSÍN, el que escribe para que lo quieran.
    Carne de psiquiatra, sin duda, pero entre los escritores hay más carne de psiquiatra que en otro gremio alguno. Y, en el fondo ¿no escribimos todos para que alguien nos lea? Alguien concreto en los más nobles casos, alguien cualquiera en los demás. Y así tal vez Faulkner, Hemingway, Joyce, Borges, Calvino, Nabokov, Cortázar, Hrabal, Pessoa, Marsé, Hamsun o Malaparte han sido solapados mimosines vergonzantes ¿Es esto imaginable? Ya lo creo.    

sábado, 30 de julio de 2016

Si existen, que sirvan para algo


Los demonios del granero de Rowan Oak
A partir de 1949, William Faulkner (de los Falkner de Misuri) se vio obligado a compatibilizar su alcoholismo con el premio Nóbel y todo ello debió de causarle no pocos trastornos. Afortunadamente, para entonces ya había escrito casi todo lo que le iba a dar tiempo a escribir y el Premio apenas interfirió en ésto. Uno de los mayores contratiempos que por entonces tuvo que afrontar, supongo, fue verse obligado cada vez con más frecuencia a ausentarse de su casa en Oxford (condado de Lafayette, Misuri) para cosas editoriales o de cualquier otra índole. Algunas de estas ausencias han sido beneficiosas para el resto de nosotros, aunque para él seguramente no: en 1956 tuvo que ir a Nueva York (el motivo es lo de menos) y allí fue entrevistado por Jean Stein Vander, que le preguntó cuanto es preguntable sobre cómo escribía y él respondió gran parte de lo que es respondible. No todas las frases de Faulkner que pululan proceden de aquella entrevista, pero la mayoría sí. Me basta con la que sigue.


"un artista es una persona impulsada por demonios"

Y si eso era lo que le impulsaba, eso era lo que le producía trastornos cada vez que dejaba Rowan Oak, la casa de Oxford en la que vivía (y trabajaba): en ella vivían sus demonios, estoy seguro, y sin sus demonios cerca no podía escribir; la cuestión es en qué parte de la casa vivían. Acabo de darme un paseo virtual por el lugar: una gran mansión sureña con amplio parque y demás; las casas-museo de los escritores son instituciones beneméritas donde, sin embargo, no queda poso alguno del artista. Quiero decir que no quedan sus demonios. La cámara que grababa iba pasando de una habitación a otra, todas ellas impolutas y un poco previsibles. Me acomodé en mi silla cuando comenzaron a aparecer las imágenes del "Faulkner's Study" pero me decepcionó lo que vi o, mejor dicho, lo que no vi: no había más mesa que una ridícula mesilla, inservible para nobles propósitos. Conclusión: no escribía ahí, los fantasmas no estuvieron nunca ahí.



Onetti sostiene que Faulkner escribía en una especie de granero que había cerca de la mansión y, si es cierto eso, era allí donde residían. Parece ser que la muerte del escritor se produjo al salir de él, una vez acabada su jornada laboral. Sobre las causas de su muerte hay al menos dos versiones: pudo provocarla el bourbon o pudo provocarla el Nóbel. Lo cierto es que sus demonios sucumbieron con él.


La necesaria convivencia con los fantasmas
Yo prefiero creer en los fantasmas: a diferencia de los demonios, son controlables hasta cierto punto. Sí creo que Faulkner, Dostoievski o Kafka estaban impulsados por seres incontrolables, que además los controlaban a ellos. Y ahora, la guinda del pastel: por eso fueron genios, porque un aura sobrenatural de blablablá. No, la vida aperreada no sustituye al talento.
Fantasmas, pues. Pienso que la escritura es un recurso para convivir con los propios fantasmas. Según el temperamento y las mañas de cada cual, esta subsistencia se puede llevar a término de distintas maneras. Afortunadamente, no se puede hacer un estudio serio para averiguar todo el asunto: faltan documentos, visto esto diremos lo que nos parezca.
      
   El estilo Conrad consiste en convivir con los propios fantasmas. Lejos de mí pretender que conozco cuáles eran los suyos, sólo veo algunas huellas que aparecen en cosas que escribió. Cuando lo que escribe no está habitado por sus fantasmas se nota. Recordemos que se ganaba la vida escribiendo y eso siempre perjudica la cuestión, pero en El corazón de las tinieblas los veo a todos en su propia salsa, y noto que se lleva bien con ellos porque, en el fondo, no los toma en serio y puede permitirse la vida sosegada y burguesa a la que quién no aspira. Sin embargo "morimos como soñamos: solos."

      El estilo Hemingway -él mismo un genio del disfraz- trata de disfrazarlos. Un hombre que odiaba a su madre y llevaba siempre encima la pistola con la que se suicidó su padre puede ser carne de psiquiatras y también, por desgracia para todos, carne de críticos adictos al psicoanálisis (carne a su vez de psiquiatras). Todas sus novelas están protagonizadas por hombres que, como él, esconden sus fantasmas de la vista de los demás; por hombres que, como él, fingen para la galería un sentido deportivo de la vida que, por cierto, en nada es incompatible con el culto al alcohol, de ahí la limpidez de los diálogos de borrachos. Papá Daiquiri quiso crear los hombres que  hubiera querido ser y le salieron personajes idénticos a él.

      El estilo Dos Passos, se caracteriza por negar su existencia. No he encontrado rastro alguno de fantasmas en lo que escribe ni, si vamos a eso, de nada que no sea fotografiar la vida. En Años inolvidables, sus breves memorias, desecha en todo lo posible los malos momentos y convierte los horrores que vivió durante la Primera Guerra Mundial como sanitario (al igual que Robert Graves en Adiós a todo eso) en un chaparrón molesto que interrumpe su paseo por la campiña; tampoco responde -aunque hubiera sabido hacerlo- al rencor y a los malignos insultos póstumos que su mejor amigo le había espetado en París era una fiesta.

      El estilo Hammett quizá es el más profesional, el más aséptico y el mejor: consiste en ponerlos a trabajar: los bautiza y que se las apañen como puedan. Al capataz de todos ellos lo llamó Sam Spade. Mientras en sus novelas los fantasmas iban y venían, correteaban, cometían crímenes y decían frases memorables, él se dedicaba, por ejemplo, a enfrentarse al Comité de Actividades Antinorteamericanas y acabar en la cárcel: a dar la cara.

Otras muchas formas hay de sobrellevar los propios fantasmas, basten éstas. Yo me quedo, sin dudarlo ni un momento, con el Estilo Hammett: nuestros fantasmas y nuestro demonios son nuestra única herramienta insustituible.   

martes, 19 de julio de 2016

Estoestó-estoestó-esto es todo, amigos


¿Ideas? No, gracias
Para escribir una novela las ideas te llueven: las que te sugieren, las que tratan de imponerte y, las peores de todas, las que te empeñas en encajar sin venir a cuento. Para curarse de este mal (a mí me parece un mal) nada como la experiencia: cuando me empeñé en desarrollar una historia a partir de una idea siempre naufragó porque, según iba avanzando, el relato me sonaba cada vez peor y, renglón a renglón, veía aparecer en la pantalla un indigerible churro de cartón-piedra. Aparte del escarmiento, siempre tengo en cuenta dos principios elementales:
    Primero: una historia consistente siempre parte de una imagen mental (Faulkner), no de una idea. 
    Segundo: si quieres expresar tus ideas no escribas una novela, escribe un ensayo (Hemingway). Incluso por honestidad.

                                   Ni carne ni pescado
Sin embargo hay novelas que sí parten de ideas, han llegado a buen puerto y gozan de su correspondiente y merecida aureola. Ya no están de moda las ideas, pero se siguen escribiendo con base en tres de estas historias, madres de todas las distopías: Un mundo feliz, de Aldous Huxley; 1984, de George Orwell y Farenheit 451, de Ray Bradbury. El conflicto del protagonista se desata en las tres a raíz del conocimiento de una mujer (y ése es el acierto), pero me aleja de ellas el hecho de que, al final, esos mundos me saben a cartón-piedra: demasiado redondos, demasiado perfectos, demasiado lejanos. No preocupan, no dan miedo, ni siquiera inquietan: lograr la felicidad del género humano a cambio de eliminar todo lo humano (Un mundo...), lograr el orden de la Humanidad por el sometimiento a un poder omnímodo (1984), lograr la conformidad a base de suprimir el ejercicio de la lectura (Farenheit...) no son cosas que sólo puedan suceder en un futuro nebuloso, sino que han ocurrido desde siempre, sin interrupción alguna, y hoy suceden en todas partes. Y el correlato de estas historias ha sido una pésima cadena de irrisorias distopías asustaviejas cada vez más inofensivas, que ido a caer en cómics y dibujos animados.

 Los ojos del Hermano Mayor


                                                                                   Los hombres ordinarios

Huxley (y eso está bien) escribió tras su novela un libro de ensayos (Regreso a un mundo feliz), pero faltaba el ensayo definitivo que puso el dedo en la llaga: El miedo a la libertad, de Erich Fromm (1941). Señala que el peligro no es un poder oscuro, que el enemigo está dentro: es un demonio insignificante que todos llevamos y si se libera, si encuentra su oportunidad, se convierte en un monstruo. Esa oportunidad consiste en representar una idea (cualquier idea), convencer a unos cuantos y servirse de ellos para trepar hasta el poder absoluto con la ayuda de la estupidez (militancia), la torpeza (burocracia) y la brutalidad (policía). Ese que Fromm llama "hombre ordinario con un poder extraordinario" acabará convertido en el jefe de un Estado totalitario y eso será todo. Para lograrlo le bastará con ser insignificante.

 Modelo de insignificante fascista

 Modelo de insignificante soviético

                                    Modelo de insignificante nazi

Una tirita sí que necesito
Frente a mí, en el portátil desde donde escribo esto, hay una cámara y no sé (lo supongo, pero no lo sé) quién está al otro lado. No es posible neutralizar ese ojo de Hermano Mayor con medio electrónico alguno, pero sí taparlo con una tirita. Los hombrecillos que nos gobiernan y los que están a su lado o detrás de ellos, que fabrican las guerras y las hambrunas, no temen nuestro odio ni nuestras rebeldías porque son sentimientos inofensivos pero se sienten enfurecidos con esa tirita que un niño y un analfabeto y una anciana y un farmacéutico pueden permitirse usar y ellos no: les irritan nuestras carcajadas, nuestras burlas, nuestra certeza de que son pequeñitos, de que no pueden engañarnos, de que no tiene amigos, de que nadie los quiere. Les irrita que podamoes ser libres, les irrita nuestra risa porque (Malaparte)
La risa es una opinión



jueves, 14 de julio de 2016

Tú hazme caso





Las dos leyendas
De entre todas las leyendas que existen entre nosotros, hay dos a las que ninguno puede sustraerse porque siempre están al acecho como leopardos, que te saltan encima antes o después: la leyenda de la novela total y la leyenda de la página perfecta. Quede para otro momento la primera y vamos con la segunda.

La segunda leyenda
Cada uno tiene la suya, claro. A lo largo de los años he preferido muchos autores sin brillo creyendo de verdad que perdía el tiempo y he rehuido a casi todos los que deberían haberme subyugado pereo, de hecho, solo consiguieron aburrirme. Hoy sí (pero en un tiempo no) puedo afirmar (no confesar, no reconocer: afirmar) que esos que tanto me aburrieron siguen aburriéndome y no conseguí nunca acabar nada suyo ni pasar del primer párrafo a causa de que me aburrían. Porque llega un momento en el que sabes (no opinas, no crees, no argumentas: sabes) que no hay diferencia entre los laureados y los olvidados ni entre los mausoleos y las fosas comunes porque en la lectura todo es casual y nada es importante y nada tienes que demostrar. 
Hazme caso: sé dueño tu tiempo, vuelve la vista a lo que has leído y recupera las páginas que te subyugaron de verdad y entre ellas busca de la que te subyugó por encima de todas las demás: tu página perfecta. Y no vayas a los manuales de páginas perfectas ni te fíes de los expertos en páginas perfectas ni leas cosas sobre páginas perfectas: deja caer las riendas de tu apetito y permítele vagabundear a su aire hasta que dé con ella. La reconocerás al momento porque cuál iba a ser si no.

ges Borges Borges Borges Borges Borges Borges Borges Bor
La mía consiste en la mayor parte de un párrafo que es el núcleo de mi narración perfecta. Nunca he lamentado mi falta de originalidad: hablo del cuadragésimo párrafo de El Aleph. El párrafo comienza con la localización del punto donde el Aleph -que tiene unos dos o tres centímetros- se encuenta: en la parte inferior, a la derecha, del escalón número diecinueve de la escalera del sótano de la casa del memo de Carlos Argentino Daneri, como sabes. Te la ofrezco:

"Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa de Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa de Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y coyuntural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo."